viernes, 24 de julio de 2015

8 Bezana: Verano de 2015


Muchas veces son detalles los que me llevan a hacer algo, cuando no es obligatorio sino por gusto, y entre mis debilidades o mitos hay personas, claro, como hay lugares, libros, música, pelis, series, objetos, fechas. Y palabras sueltas, o en frases o en títulos. Un libro que me regalaron se titula "Cartas del verano de 1926" ─Tsvietáieva, Pasternak y Rilke─ y yo sólo con el título tengo para disfrutar (melancólicamente sobre todo). Porque pienso en esas cartas ese verano y esas personas tan reales como yo, como tú, y las cartas o mails que nos escribimos, con asuntos que nos importan, contándonos nuestras vidas y proyectos (si los hay) y fracasos. Y siento el título como si dentro de muchos años alguien se encontrara con las mías, con las tuyas, "Cartas del verano de 2011". Efímero todo.

Por eso quiero escribir esta entrada y hacerlo ahora, durante este verano, antes de que acabe. Ya que no he podido ir al Knoxville real ─aunque voy a intentarlo en unos meses─, quiero vivirlo y compartirlo aquí.



A Samuel Barber (1910-1981) casi no se le conoce, aunque sí lo sea y mucho ese Adagio, que es sólo un movimiento de su Cuarteto de cuerdas op. 11, arreglado para orquesta. Es una obra juvenil, compuesta a los 26 años, de tono intimista y triste y de forma cíclica o de arco, simétrica (ABCBA) donde las distintas secciones se repiten en forma inversa, dando la sensación de que no se avanza sino que volvemos al punto de partida.

Es una música claramente tonal y neoromántica (como Sibelius y Elgar), contra las imposiciones del tiempo (atonalismo, Boulez, Carter), lo que le hizo bastante infeliz y depresivo al sentirse rechazado. Años después utilizó este adagio para componer un Agnus Dei (spot).

[Un análisis musical y comparativo de varias grabaciones puedes encontrarlo en este blog, ipromesisposi (Los novios, de Manzoni), muy esforzado y valioso, del que se pueden descargar varias versiones.] 

Así comienza la novela "Una muerte en la familia", de James Agee (1909-1955):

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Hablamos ahora de las tardes de verano en Knoxville, Tennessee, en la época en que yo vivía allí, tan perfectamente disfrazado de niño ante mí mismo. Era aquél un bloque un poco mezclado, básicamente de clase media baja con una o dos excepciones en uno y otro lados. Las casas estaban en consonancia: edificios de madera de tamaño mediano, graciosamente decorados con grecas y construidos a fines del siglo diecinueve y principios del veinte, con pequeños jardines delante y a los lados y otro más espacioso detrás, con árboles en los jardines y con porches. Los árboles eran de madera blanda: chopos, tulíperos y álamos de Virginia. Una o dos casas estaban rodeadas de vallas pero, por lo general, los jardines se solapaban, con sólo aquí o allá algún seto que no prosperaba gran cosa. Había pocas amistades entre los adultos y no eran lo bastante pobres como para que existiera entre ellos otro tipo de relación más íntima, pero todos se saludaban con la cabeza, se hablaban y hasta charlaban a veces, brevemente, acerca de cosas triviales en los dos extremos de lo general o lo particular, y los vecinos más próximos conversaban habitualmente un buen rato cuando coincidían, a pesar de que nunca se visitaban. Muchos de los hombres eran pequeños comerciantes, uno o dos eran directivos muy modestos, uno o dos trabajaban con las manos, la mayor parte eran simples oficinistas y casi todos tenían entre treinta y cuarenta y cinco años de edad.

Pero es de esas tardes de lo que hablo.
La cena era a las seis, y a las seis y media había terminado. Para cuando los padres y los niños salían, la luz del sol brillaba aún suavemente y con un lustre opaco, como el interior de una concha, y los faroles de acetileno que se alzaban en las esquinas estaban encendidos en la luz del atardecer, y los grillos cantaban, y las luciérnagas ya habían salido, y unas cuantas ranas saltaban pesadamente sobre la hierba húmeda. Primero los niños corrían desenfrenados gritando los nombres por los que se conocían; luego, sin prisa, salían los padres con sus tirantes cruzados y la camisa sin cuello, de forma que el suyo propio parecía largo y avergonzado. Las madres seguían en la cocina fregando y secando, guardando los cacharros, cruzando y volviendo a cruzar sus pasos sin huella como los eternos viajes de las abejas y midiendo el cacao para el desayuno. Cuando salían se habían quitado el delantal, y tenían la falda mojada, y se sentaban silenciosamente en las mecedoras de los porches.

No es de los juegos a los que jugaban los niños en aquellas tardes de lo que quiero hablar ahora, sino de una atmósfera que se creaba al mismo tiempo y que poco tenía que ver con ellos: la de los padres de familia, cada uno en su propio espacio de césped, con su camisa pálida como un pez bajo aquella luz no natural y su rostro casi anónimo, regando su jardín. Las mangueras se acoplaban a las espitas que sobresalían de los cimientos de ladrillo de las casas. Las lanzas se ajustaban de diversas maneras, pero generalmente de forma que arrojaran un largo y dulce surtidor de agua pulverizada, la boquilla mojada en la mano y el agua goteando a lo largo del antebrazo derecho y el puño arremangado y trazando un cono de curva baja y larga con un sonido delicado. Primero, un ruido enloquecido y violento en la boquilla, luego el sonido todavía irregular del ajuste, después el acomodo a un flujo regular y a un tono tan perfectamente afinado con respecto al tamaño y al estilo de la corriente como un violín. Tantas calidades de sonido procedentes de una sola manguera; tantas diferencias corales en las distintas mangueras al alcance del oído. A partir de cada una de ellas el silencio casi completo del fluir del agua, el breve arco trazado por las gotas separadas, silencioso como el aliento contenido, y un único ruido, el agradable sonido que causaba cada goterón al caer sobre las hojas y sobre la hierba castigada. Eso, y el intenso siseo que acompañaba a la intensa corriente; eso, y la intensidad que se hacía no menos sino más tranquila y delicada con cada giro de la lanza hasta llegar a un suave susurro cuando el agua no era sino una amplia campana formada por una película de agua. Sin embargo, en su mayoría las mangueras se ajustaban de una forma muy semejante, alcanzando un compromiso entre la distancia y la dulzura del rocío (y sin duda había una sensibilidad artística tras este compromiso, y un deleite profundo y tranquilo, demasiado real para reconocerse a sí mismo), y los sonidos, por lo tanto, se ajustaban a un tono muy parecido, punteados por el resoplido del arranque de una nueva manguera, adornados por un hombre que jugueteaba con la lanza, haciendo sentir un vacío, como el que siente Dios cuando muere un gorrión, cuando sólo uno de ellos desistía, diferentes, aunque semejantes, todos ellos y todos ellos sonando al unísono. Estas dulces y pálidas corrientes arrastran consigo a la luz del atardecer su palidez y sus voces, las madres que mandan callar a sus hijos, el silencio prolongado artificialmente, los hombres, tranquilos y silenciosos, encerrados como caracoles en la quietud de aquello en que cada uno se ocupa individualmente, el orinar de unos niños enormes en posición vagamente militar frente a una pared invisible, felices y sosegados, saboreando la mezquina bondad de su vida como saborean en la boca la reciente cena, mientras las cigarras prolongan el sonido de las mangueras en una clave mucho más alta y aguda. El ruido que hacen las cigarras es seco, y no parece el resultado de una fricción o de una vibración, sino que surge de ellas como surge un aliento inextinguible a través de un pequeño orificio. Nunca se oye una sola, sino la ilusión de que son al menos un millar. El sonido que cada una produce se ajusta a un registro clásico respecto al cual ninguna se desvía más de dos tonos completos; y, sin embargo, nos parece oír cada cigarra como distinta del resto, y hay una pulsación larga y lenta en ese sonido como el arco apenas definido de un puente largo y alto. Están en cada árbol, de forma que el ruido parece llegar al tiempo de todas partes y de ninguna, de todo el cielo nacarado, estremeciendo tu carne y atormentando tus tímpanos, el más audaz de todos los ruidos nocturnos. Y sin embargo, es habitual en las noches de verano, y pertenece a esa gran categoría de sonidos a la que corresponden el ruido del mar y el de su nieta precoz, la sangre, aquellos que sólo nos damos cuenta que oímos cuando nos sorprendemos escuchándolos. Mientras tanto, desde allá abajo en la oscuridad, justo más allá del horizonte oscilante de las mangueras, transmitiendo siempre la sensación de la hierba humedecida por el rocío y su fuerte olor de un verde negruzco, surgen los ruidos regulares, aunque espaciados, de las cigarras, cada uno de ellos un sonido dulce, argentino y frío formado por tres notas como si alguien pasara uno a uno tres eslabones iguales de una pequeña cadena.

Pero ahora los hombres, uno por uno, han silenciado sus mangueras y las han escurrido y enrollado. Ahora sólo quedan dos, ahora uno, y sólo ves una camisa fantasmagórica con ligas en las mangas y el grave misterio de un rostro tan apacible como la cara levantada de una res que se pregunta acerca de tu presencia en una oscura pradera; y ahora él también se ha ido y ha llegado esa hora del atardecer en que todos se sientan en el porche meciéndose tranquilamente, y hablando tranquilamente, y mirando la calle y cómo se elevan en la esfera de su propiedad los árboles, los refugios para pájaros y los cobertizos. Pasa gente; pasan cosas. Un caballo tirando de una calesa y quebrando su hueca música de hierro sobre el asfalto; un automóvil ruidoso; un automóvil callado; parejas que andan sin prisa, arrastrando los pies, balanceando el peso de sus cuerpos estivales, hablando despreocupadamente mientras flota sobre ellas un sabor de vainilla, de fresa, de cartón y de leche, y, sobre ellos, la imagen de amantes y jinetes completada con payasos en un ámbar sin matices. Un tranvía eleva su quejido de hierro, se detiene, suena la campanilla, y arranca entre estertores, despertando y elevando de nuevo su quejido de hierro, y sus ventanillas doradas y sus asientos de paja pasan, y pasan, y pasan, deslizándose ante los ojos de todos, mientras una pálida chispa maldice y crepita sobre él como un espíritu maligno decidido a seguir sus huellas; arrecia el sonido de su quejido de hierro conforme acelera; arrecia aún más, se apaga; se detiene, se oye débilmente el sonido estridente de la campanilla; arrecia de nuevo, se apaga, se va apagando, el sonido va arreciando, arrecia, se apaga, se desvanece ignorado, olvidado. Ahora la noche es un rocío azul.

Ahora la noche es un rocío azul; mi padre ha escurrido y ha enrollado la manguera.
Allá abajo, a lo largo del césped de los jardines, alienta un fuego que se extingue.
Satisfecho, plateado, como un destello de luz, cada grillo repite una y otra vez su comentario sobre la húmeda hierba.
Un sapo frío chapotea con fuerza.
En las húmedas sombras de los jardines laterales, unos niños casi enfermos de alegría y de miedo observan cómo un poste de teléfonos va quedando indefenso.
En torno a la luz blanca de los faroles de las esquinas, insectos de todos los tamaños se elevan como sistemas solares, elípticos. Unos cuantos de caparazón duro, agresores, se magullan; uno de ellos ha caído boca arriba y agita sus patas en el aire.
Los padres, en los porches, se mecen y se mecen. De las húmedas guirnaldas cuelgan los rostros antiguos de los dondiegos.

El ruido seco y exaltado de las cigarras, que llena el aire entero, hechiza mis tímpanos.
Sobre la hierba húmeda del jardín trasero, mi padre y mi madre han extendido cobertores. Todos nos echamos en ellos, mi madre, mi padre, mi tío, mi tía, y yo también. Primero nos sentamos, después uno de nosotros se tiende, y luego todos nos tendemos, boca abajo o de lado, mientras ellos siguen hablando. No dicen mucho, y su charla es tranquila, sobre nada en especial, sobre absolutamente nada en especial, sobre nada. Las estrellas son grandes y están vivas; cada una de ellas es como una sonrisa muy dulce y parecen estar muy cerca. Todos mis parientes tienen cuerpos más grandes que el mío, son tranquilos y sus voces son amables y carecen de sentido, como las de los pájaros dormidos. Uno de ellos es pintor y vive en casa. Otra es música y vive en casa. Otra es mi madre, que es buena conmigo. Otro es mi padre, que es bueno conmigo. Por azar están todos aquí, en esta tierra; y quién podrá describir nunca la tristeza que produce estar tendido en ella un atardecer de verano, sobre cobertores, sobre la hierba y rodeado de ruidos nocturnos. Que Dios bendiga a los míos, a mi tío, a mi tía, a mi madre, a mi pobre padre. Recuérdalos, oh, con amor en sus momentos de dificultad y en la hora de su partida.
Al poco rato me llevan a la cama. El sueño, dulce sonrisa, me atrae a su seno; y los que tan plácidamente me tratan me reciben como alguien familiar y querido en esta casa, pero nunca, ah, no, ni ahora ni nunca, nunca me dirán quién soy.
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We are talking now of summer evenings in Knoxville, Tennessee, in the time I lived there so successfully disguised to myself as a child. 
... it has become that time of evening when people sit on their porches, rocking gently and talking gently and watching the street and the standing up into their sphere of possession of the trees, of birds hung havens, hangars. People go by; things go by. A horse, drawing a buggy, breaking his hollow iron music on the asphalt; a loud auto; a quiet auto; people in pairs, not in a hurry, scuffling, switching their weight of aestival body, talking casually, the taste hovering over them of vanilla, strawberry, pasteboard and starched milk, the image upon them of lovers and horsemen, squared with clowns in hueless amber. A street car raising its iron moan; stopping, belling and starting; stertorous; rousing and raising again its iron increasing moan and swimming its gold windows and straw seats on past and past and past, the bleak spark crackling and cursing above it like a small malignant spirit set to dog its tracks; the iron whine rises on rising speed; still risen, faints ; halts, the faint stinging bell; rises again, still fainter, fainting, lifting, lifts, faints forgone: forgotten. Now is the night one blue dew. 
Now is the night one blue dew, my father has drained, he has coiled the hose.
Low on the length of lawns, a frailing of fire who breathes. 
Parents on porches: rock and rock: From damp strings morning glories : hang their ancient faces. 
The dry and exalted noise of the locusts from all the air at once enchants my eardrums. 

On the rough wet grass of the back yard my father and mother have spread quilts. We all lie there, my mother, my father, my uncle, my aunt, and I too am lying there... They are not talking much, and the talk is quiet, of nothing in particular, of nothing at all in particular, of nothing at all. The stars are wide and alive, they seem each like a smile of great sweetness, and they seem very near. All my people are larger bodies than mine, quiet, with voices gentle and meaningless like the voices of sleeping birds. One is an artist, he is living at home. One is a musician, she is living at home. One is my mother who is good to me. One is my father who is good to me. By some chance, here they are, all on this earth; and who shall ever tell the sorrow of being on this earth, lying, on quilts, on the grass, in a summer evening, among the sounds of night. May god bless my people, my uncle, my aunt, my mother, my good father, oh, remember them kindly in their time of trouble; and in the hour of their taking away.

After a little I am taken in and put to bed. Sleep, soft smiling, draws me unto her: and those receive me, who quietly treat me, as one familiar and well-beloved in that home: but will not, oh, will not, not now, not ever; but will not ever tell me who I am. 




Una canción en ese estilo: Sure on this shining night (Spot)
Sure on this shining night Of star-made shadows round
Kindness must watch for me This side the ground
The late year lies down the north, All is healed, all is health
High summer holds the earth, Hearts all whole
Sure on this shining night I weep for wonder
Wandring far alone Of shadows on the stars.

Seguro en esta noche luminosa, rodeado de sombras de estrellas, la bondad debe vigilarme a este lado de la tierra. El año desaparecido queda al Norte, todo se ha curado, todo es salud, el verano pleno sustenta la Tierra y a todos los corazones. Seguro en esta noche luminosa, lloro de asombro deambulando lejos y solo en las sombras de las estrellas.

Verano del 42 (1971)



En los 45 años que vivió se dedicó sobre todo a hacer críticas cinematográficas, y los guiones de dos películas favoritas (y tan opuestas), La Reina de África y La noche del cazador son suyos. Con fotografías de Walker EvansElogiemos ahora a hombres famosos ─un buen título describe la vida de granjeros en la Gran Depresión. Parece que tuvo problemas alcohólicos. Murió de un segundo ataque al corazón.

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